Desde siempre un país ha sido la suma de los hechos históricos que han dominado un territorio a lo largo de los años. Hechos históricos forjados por episodios de dominación y sometimiento, de paz e intercambio. Pero, hoy en día, con todo lo que sabemos, con todo lo que tenemos, ¿qué significa realmente el concepto de "país" para todos nosotros? ¿Es acaso una representación cultural de unas minorías o una imposición belicista por una mayoría?
La respuesta, creo yo, está en la utópica pregunta "¿qué puedo hacer yo por un país para que ese país haga algo por mí?". O, quizás, será mejor que delimitemos las "fronteras" de ese país antes de avanzar en nuestra divagación de hoy.
Para mí un país no podrá ser, no podrá existir si en él no se da una mínima cobertura social a sus ciudadanos, sin sanidad ni educación pública. Sin protección social a los desempleados ni protección social a las personas con discapacidad o cualquier persona con riesgo de exclusión social. Un país no puede ser país si no es para el bien común de sus ciudadanos, formen o no etnias o núcleos culturales minoritarios.
Una vez establecidos nuestros derechos como ciudadanos, podemos ver qué se nos exige a cambio, nuestros deberes. Unos deberes que no pueden, en ningún caso, ir en contra de los derechos adquiridos pero que sí servirán para que estos se instituyan con mayor firmeza en la "sociedad".
Una vez la "sociedad" responda en consonancia y se acepten los términos del "contrato", se verá como ciertas instituciones que se nutren económica y mentalmente de un país se harán obsoletas y deberán renovarse o desaparecer. No le quepa la menor duda a ninguno de los "contratantes" que la libertad (tanto religiosa como de pensamiento/opinión) será uno de los derechos fundamentales, por lo que si ciertas instituciones medievales se creen con derecho de incitar al "personal" para que vaya en contra de sus propios derechos a cambio de salvar sus almas, estamos en el deber de informar que semejante país no tiene nada en contra de que puedan conservar ambos, que se lo hagan mirar a sus supuestos guías espirituales que a buen seguro estarán de acuerdo en que Dios habita en los corazones de todos los seres vivos y por lo tanto preservar el bienestar de estos mediante un país que les ofrezca todo lo necesario para vivir y prosperar no puede ir nunca en Su contra.
Pero eso es quizás una batalla más larga, más dura, la de ver las cosas como un todo constituido por miles de millones de pequeñas moléculas, algo que en su origen está dividido y se une por una simple y llana razón, el bien común. Y tal como se unió se podrá separar para volver a unirse en cuanto lo estime necesario. Los todos indivisibles no son prácticos, son pesados, rígidos, e incapacitan cuerpo y mente.
En definitiva, un país, a partir de este Siglo XXI, debería de ser algo que nosotros, los ciudadanos, deseamos hacer porque nos conviene.
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